Como en muchas otras ocasiones, ese día lo tenía completamente libre.
Había salido temprano por la mañana, acompañado de sus dos fieles compañeros, “Miru” (su violín) y Ares (su leal lobo).
Junto con Ares camino un gran tramo del parque, el can siempre junto a su dueño, alejándose de vez en vez para perseguir a las palomas, después de un buen rato, llegaron a un lugar bastante oculto entre arboles y arbustos.
Dudaba mucho que ahí alguien los interrumpiera, pero claro, siempre había esa posibilidad.
Se sentó en el fino pasto, recargando su espalda en el tronco de un árbol haciendo una señal de mano a Ares para que se echara a su lado.
Con un finísimo hilo amarro su largo cabello en una coleta y prosiguió a sacar a “Miru” de su estucha, la afino un poco y cuando estuvo seguro de que el tono de las cuerdas era perfecto comenzó a tocar una de las primeras melodías que su padre le había enseñado, bastante alegre y rítmica contrastando con el ambiente.