El día había amanecido despejado, con un cielo limpio de cualquier imperfección. Las olas de la playa casi parecían brillar con luz propia, una luz plateada, mientras avanzaban parsimoniosamente hacia la arena. Y esta, por su parte, no podía tener un aspecto más suave y acojedor. Casi era idílico.
Casi.
Eso sería lo que pensaría alguien que se detuviera a contemplar el horizonte oceánico en la playa... siempre que no viera el relieve de una persona tumbada sobre la orilla, con finos dedos de arena sobre su ropa y el cabello rubio, sucio y lacio, moviéndose levemente al compás de los susurros de la brisa marina.
Si le hubieran preguntado (y, obviamente, si no se hubiera encontrado dormido como entonces, sino lo suficientemente despierto para contestar), Kail no hubiera sabido qué contestar al hecho de que hubiera pasado la noche a la intemperie, en la misma playa en que había desfallecido la noche anterior.
Podía decir simplemente la verdad: que había ido la noche anterior a ese lugar, como movido por un extraño magnetismo, y le había buscado una vez más, había llamado su nombre a gritos con la patética esperanza de verle salir de detrás de algún pedregal como antaño, o quizás desde el propio mar, con el pecho desnudo cubierto de agua, reluciente a la luz de la luna. Podía decir que había esperado y esperado, con la mirada obsesivamente fija en el horizonte, pero que él no apareció.
No había aparecido en los últimos diez años.
Y luego él, simplemente, había perdido la conciencia del tiempo y del momento en que había apoyado la mejilla en la arena para caer preso del sueño.
Pero no diría nada de eso, obvio. Ya inventaría algo. Algo más creíble, como botellones nocturnos o drogas somníferas... algo menos estúpido.
Sí... eso haría al despertarse. Definitivamente, sería lo mejor.